jueves, 8 de abril de 2010

El making off de "Shukran, Musta"

Anoche me pasé por Al Kafela para entregarle a Musta, noblesse oblige, una copia enmarcada de la nota que pergeñé sobre él. No me vio sentarme a la barra; no me hice notar por un par de minutos porque, nada raro, había parroquia hambrienta esperando sus órdenes antes que yo. Cuando hubo despachado a unos cuantos, encendí un cigarro y envié una bocanada que cruzó la barra en diagonal, perezosamente y hacia arriba. Sólo así notó mi presencia. Como autorizándome a estar allí, me sentí extraño, Musta me devolvió una media sonrisa mitad indiferente y mitad tierna. No empezó a gritar hola musta salaam aleikum mucho gusto quiere shawarma pum pum, como hace a modo de saludo con los clientes de devoción consagrada a su olla. Esta vez era una mirada especial, inédita, que por primera vez me ha permitido comprenderle absolutamente pese a la diferencia idiomática que nos separa.

Musta está aprendiendo a recibir reconocimiento por lo que hace. Siempre está enzarzado en su rutina física de cocinero a la vista de los comensales y creo que ni aún entendiendo bien el castellano se enteraría de lo bien que habla la concurrencia de su cocina. Sólo registra caras que empiezan a hacérsele conocidas por volver cada noche pidiéndole más picante, hummus o kafta en su shawarma o falafel. Esta vez, ya cebada la tropa, se acercó a mí sin gritar, casi atónito. La foto que le tomé días atrás mientras despachaba debió haberle indicado que planeaba esta nota y parecía estar esperándola, diría incluso ansiándola. Miró directamente la bolsa en que traía la página enmarcada y me sonrió doucement –en francés, así describo exactamente cómo lo hizo. Le estiré la bolsa, y la abrió: se vio en el papel, y se rayó: empezó a mostrarla a los otros clientes de la barra diciendo Musta aquí: sonrió mientras me miraba y los miraba: pasó de mano en mano el cuadrito, y terminó por dejarlo colocado en un lugar prominente de su barra. Hizo dos cuencos con las manos, el gesto que uso habitualmente para pedirle que meta todo el camello en mi shawarma, sabiendo que jamás me negaré.

Una baqlawa y un café después, Musta seguía con la sonrisa congelada. En eso entraron al local su guapísima mujer y su niño pequeño y les contó de todo en árabe, alborozado, ante lo que ellos me miraron con cierta perplejidad, pero con una sonrisa que tranquilamente tomo por todo agradecimiento. Ahora entiendo el origen de aquella magistral mano de cocinero, y el motor de cariño que la impulsa a diario.

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