
y se apellida Messi, como Benji es Xavi Hernández y el FC Barcelona un equipo plagado de supercampeones. Porque el famoso anime, que contaba las glorias y penurias futbolísticas de un equipo de chavales entusiastas y dedicados, se ha hecho realidad: al Barça de Guardiola, el
míster de La Masía, tienen que inventarle más copas para ganar porque ya las tiene todas. ¿Cómo? Con espíritu. Suena a poco, pero no lo es.
El talento de Josep Guardiola i Sala llegó al club con trece años, cazado antes por la mano experta de Ramón Casado y Antoni Marsol para el equipo infantil del Gimnàstic de Manresa. Un partido amistoso de los manresanos con el FC Barcelona bastó para llamar la atención del desaparecido Oriol Tort -el mayor cazatalentos de la historia de la cantera barcelonista, y su factótum- cuya mano guió al pequeño Josep a
La Masía, la escuela de fútbol y hoy fábrica de estrellas, en 1984. Dos años después, la imagen de otra mano, la de Maradona, empezaba a intoxicar el fútbol heredado de Di Stéfano, Pelé y Beckenbauer volviéndolo comercial y estratégico, incluso artero e innoble. Pero no en la gran casa de Les Corts, nuevo domicilio de jóvenes deportistas provenientes del resto de Cataluña, de España y del mundo que sólo veían
Supercampeones en la tele si su rendimiento había sido excepcionalmente bueno en esa semana. Allí no se podía tomar cocaína para jugar más fuerte ni se enseñaba a clavar alfileres en las nalgas de los adversarios para distraerles. Allí se transmitía la pura esencia del fútbol asociado que no sabe de estrellas ni premios, sino del sudor y esfuerzo colectivo, corporal e intelectual. Eso chupó a diario el joven Josep para por fin, en 1990, debutar frente al Cádiz y llevar por once años la camiseta blaugrana número 4, en una destacadísima carrera como jugador.

Guardiola nunca fue un jugador fuerte, escurridizo o veloz, pero desde niño tuvo un "tercer ojo" con el que podía deshacerse de un balón caído a sus pies pasándolo al compañero mejor ubicado. Nunca puso la atención en veintidós jugadores: enfocaba su función en dos equipos, el suyo y el del adversario, y esa visión periférica le permitió siempre poner orden a los avances del Barça. Consiguió la primera Champions del equipo catalán a la batuta del
Dream Team del 92, una orquesta futbolística con ejecutantes como Bakero, Stoichkov, Koeman, Laudrup y Zubizarreta, para seguir cosechando triunfos en ligas europeas -con paseos finales por Asia y América- hasta su retirada del fútbol rentado en 2005. No contento con ello y fiel a su obsesividad natural, un año después hizo el curso de entrenadores y en 2007 recibió la confianza de Johan Cruyff, otro gran mentor suyo, para entrenar -"no dirigir", según sus propias palabras- al Barça de la Tercera División, al cual hizo campeonar y ascender a la Segunda B en 2008. En mayo de ese año la directiva del club le puso al mando, cuando Ronaldinho gambeteaba más en bares y discotecas que en el Camp Nou y la dirección de Frank Rikjaard estaba llevando la nave a pique.
De esto último hace sólo diecinueve meses. Ayer el Barça cerró el año más productivo de sus 110 años de historia, ganando un controvertido partido final ante Estudiantes de La Plata. Cansados física y mentalmente, arengados por otra genialidad de Guardiola antes del partido -
"señores: si pierden seguirán siendo los mejores del mundo, pero si ganan serán eternos"- pero todavía arrastrando días de
jet lag y ausente aquel turbopropulsor cañí llamado Andrés Iniesta, el FC Barcelona inició el partido a medio gas, agujerado y emplazado por la invasión argentina de la medular. Con ello, los balonazos altos y largos para Enzo Pérez y Mauro Boselli adelantaron la línea de ataque de los argentinos, haciendo humear la máquina central catalana Piqué-Puyol que, no sin trabajo, pudo desbaratar cada ensayo. En el 37' el uruguayo Díaz sirvió desde la derecha un centro que cabeceó a portería Boselli, a pesar de Puyol y Abidal primero, y de Valdés después. 0-1. Un árbitro innombrable pasó por alto el penal del portero Albil contra Xavi, en el único intento catalán, y el descontento hacía pensar que la Copa amenazaba con irse a Sudamérica. Pero sólo hasta el medio tiempo, en que la embroncada charla técnica del
Pep reanimó el hambre de gol del Barça: el replanteamiento de piezas de la segunda parte dejaría claro, con autoridad y voz alta, quién era quién en Abu Dabi.
En los minutos que siguieron el Barça, como motor diésel, engranó marchas adelante con calma, lento pero seguro, mientras que el ataque del Estudiantes ya se mostraba más débil. Sabella, su técnico, empezó a meter jugadores frescos pero sin sacar a los más mermados físicamente, lo que permitió que Ibrahimoviç y Piqué acelerasen como bólidos hacia la portería contraria para inquietud de Albil y desespero de Verón,
Bruja incombustible, quien dejaba todo en el campo sin casi acusar cansancio a pesar de sus 34 velitas. Guardiola, excitado por la confusión del contrincante y atacándole más para defenderse mejor, sacó los cañones casi desconocidos de Pedro y Jeffren -recién llegados de las divisiones inferiores- con el encargo de redoblar el asedio. El joven canario consiguió por fin el 1-1 de justicia en el minuto 89, a uno de embarcar la copa hacia Buenos Aires pero justo a tiempo para retirarle la etiqueta, y de un cabezazo alistarla para facturación rumbo a la Ciudad Condal.
Ganó el Barça el derecho a prolongar la disputa a un Estudiantes que boqueaba echado atrás, más desfallecido e inerme a cada minuto de la prórroga, buscando un poco de aire que le permitiera seguir aferrándose al sueño copero. Pero no. No hubo carrera ni pulmón: ya era el Barça quien ametrallaba el tosco pero grueso blindaje argentino con balones a mansalva, hasta que Dani Alves arremete por la calle derecha a velocidad de crucero, minuto 110 y quinto del segundo suplementario, termina desbordando a Cellay y centra; Messi, sin espacio para chutar y retirando el brazo derecho, intercepta con el corazón teñido de azul y grana para dirigir el balón a portería. 2-1. El sueño de la Copa Mundial de Clubes se hizo pesadilla en Buenos Aires y realidad en Barcelona.

Hoy, las seis-copas-seis del Barça de Pep -en este orden: Copa del Rey, Liga BBVA, Supercopa de España, Champions League, Supercopa de Europa y el Mundial de Clubes desde ayer- han hecho pasar de moda esa manera brutal, casi delictiva de jugar al fútbol. Aunque suene increíble en Latinoamérica, ni Xavi, ni Puyol ni Messi son conocidos en discotecas, golpean mujeres ni van ciegos de coca: allí casi no se conocen futbolistas profesionales, íntegros, con la mente sana, el cuerpo sano también y un espíritu que aúne a los dos.
El triunfo del Barça es signo de estos tiempos, pues ya sabemos que el conocimiento y el materialismo del capital no son todo a lo que se ha de aspirar en la vida; no sin un espíritu que anule al individuo egoísta, que le indique el camino de la asociación y la fraternidad. Hoy como nunca antes, la lección deportiva del Barça es más humana de lo que parece. La personalidad de Guardiola podrá pasar pero los principios de La Masía permanecerán; solos no somos nadie, juntos seremos invencibles. Supercampeones, en la vida real.