sábado, 3 de octubre de 2009

Nos gustan las etiquetas


porque nos reducen el pensamiento a simples palabritas que identifican lo que vemos. De acuerdo, se puede hacer, pero no hasta quitar identidad al arte original y restringirlo a la cuadrícula chata de lo ya establecido.

Por estos días un grupo de amigos de barrio, unas guitarras, una batería que aporrear y tres acordes bastan para formar un grupo musical y -seamos sinceros- estrenarse en las relaciones sexuales por todo lo alto. Es un esquema fácil de copiar y muchos lo hemos hecho, con mayor o menor éxito en cada caso; total, y en orden cronológico, siempre había la radio, un amigo pudiente que volviese de Estados Unidos o de Inglaterra con los últimos discos, o internet para tomar referencia de sonidos nuevos que dieran identidad original a todo adolescente que la buscara. Eso pasa hoy. Sin embargo, ¿se atrevía alguien en 1964 a desafiar el imperio de la belleza animal de Elvis o las conquistadoras voces de los Beatles, lanzando su rocanrol al público en toda pantalla, escenario y disco de vinilo? La respuesta fácil es no. La difícil es sí, habían cuatro chicos: una pandilla de amigos que se hizo llamar Los Saicos.


Volvamos un momento más a los Estados Unidos y la Inglaterra de inicios de los sesenta. Tales entusiastas eran jóvenes inexpertos en todo incluyendo la música, que eran enviados por sus padres a ensayar en el lugar de la casa donde causarían menos daño auditivo al prójimo: el garaje del coche, que daría hogar y origen al garage rock, la primera etiqueta de esta historia. Los chicos se juntaban así en las ciudades, periferias de ciudad e incluso áreas rurales, sabiendo que el mayor triunfo que conseguirían vendría de jovencitas regalándoles sus encantos a cambio de música -bien o mal hecha, pero con más gritos y distorsiones auditivas que lo entonces normal- y letras donde ellas pudieran sentirse protagonistas. Poco más querrían ellos, lejos de estrellatos mediáticos y grandes fortunas, con lo que la pulsión de miles de jóvenes integrantes de dichas bandas moriría engullida por el sistema capitalista del trabajo y el consumo. Esta era la situación en el mundo anglosajón, pero ¿Los Saicos surgieron allí? No: en un barrio de baja clase media de Lima, Perú. En Sudamérica, por si a algún distraído se le escapó el detalle.

Pero ¿cómo? ¿No estaban allí todos con las plumas y el fusil, bailando guaracha, mambo o danzas de lluvia, montando revoluciones de juguete con dictadores bananeros que se colaban en la oligarquía para vivir como ella? Pues no. No todos los jóvenes querían aquello, porque la disconformidad no usa pasaportes: Los Saicos fueron contemporáneos sin saberlo -porque no tuvieron manera de conocerlos- de The Kinks, The Who, The Animals, The Yardbirds, The Small Faces, The Pretty Things y de los mismísimos Rolling Stones.

Hay quienes dicen ridiculeces sobre ellos atribuyendo a Los Saicos etiquetas de telepatía musical, genialidad y paternidad del punk pero Erwin Flores, su vocalista, esquiva tanta simpleza diciendo hoy lo mismo que decía en aquella época: "sólo queríamos divertirnos".

Foto: placa conmemorativa en la calle de Lince (Lima, Perú) donde surgió la banda, en la que se le reconoce (entusiasta, pero equivocadamente) como la primera banda de punk rock del mundo. Es una etiqueta, al comienzo dijimos que no nos gustaban, pero un poquito de orgullo sí que da ésta.

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