lunes, 28 de septiembre de 2009

Ahora resulta que soy responsable


de la pérdida de una bicicleta linda, de esas muy limpias y de neumáticos blancos que usan los extranjeros acomodados aquí. Tengo lagunas de pensamiento donde me apetece pagársela a la periodista que sin querer quiso hacerme el reclamo, y con eso deshacerme de todo el entuerto, pero ella me permite vivir con esta culpa y aquella deuda sin que yo me disculpe ni ella me cobre.

En el mes de diciembre, era invierno en el patio del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona y ya no se podía estar sin ropa gruesa. Pero adentro Javier Cisneros creaba calor para todos los que le veíamos disertar jocosamente sobre la literatura hispanoamericana: yo, escritorcillo en ciernes pero curtido abogado de la ley de la calle, me había enterado de la conferencia gratuita y había llevado conmigo a esa periodista autónomamente ilegal, en realidad venida a buscarse una vida mejor pero protegida por la corresponsalía de una de esas revistas culturoides de Lima que se regodean publicando toda la cultura que aparece en España y nunca llegará al Perú, y que le pagaban buenos euros por cada nota interesante que ella les mandase con algún peruano que no robase coches ni limpiase retretes. Cisneros había decidido deslumbrarnos por una hora, y luego largarse sin más del salón de conferencias. No iba abrazado a mayor abrigo que un gran vaso plástico de cerveza lleno de cubos de hielo y un líquido transparente, caminando hacia un patio interior seguido de una procesión mediana de admiradores que teníamos algo que reclamarle, un autógrafo las más guapas y cercanas a él, o una simple mirada que nos dijera gracias -aunque fuese sin sentir gratitud- para el público insignificante como yo. Una vez fuera, ella se metió de cabeza a la nube de fotógrafos y periodistas que le preguntaban de todo y yo me dediqué a escuchar las alabanzas que le hacían las fanáticas guapas, adornadas en cada caso con alguna oferta de amor sugerida por un discretísimo roce manual o hasta el sureño aleteo de pestañas que le hacía descaradamente una que parecía andaluza. Cisneros remontaba las olas de la tentación con la agilidad que le daba el helado mar de vodka en que buceaba y, al salir de él para respirar, empezaba a buscar una cara a la cual dirigirle una mirada que canalizara el agobio que no podía mostrar a los medios de comunicación. Encontró la mía, y así fue que obtuve de él una falsa sonrisa partida por mitad que, al menos, me agradecía los diecinueve euros con que había pagado su último libro en la librería de la viuda de Roquer de la calle Gran de Gràcia (su sonrisa no valió los diecinueve euros, la verdad sea dicha, pero ya me había regodeado con otra sonrisa: la de la viuda catalana que, cada vez que me estiraba la factura de la compra, me hablaba sin palabras del miedo que le daba la muerte de su pequeña librería a manos de la FNAC). Me quedé allí, con la excusa de ver cómo el escritor se cagaba en la presencia de sus lectores feos, cuando lo que de verdad quería yo era tentar a mi inexistente suerte y esperar a que me dirigiese una palabra y contestarle una genialidad de las muchas que llevo encima y que quisiese rodearse de ellas y que me invitase a ir a beber algo contundente con él y que yo pudiese sugerirle ir al cercano bar Marsella y proponerle que nos sintiésemos escritores malditos, él sin ser ya maldito y yo sin ser aún escritor

- Maite, me voy a buscar mi americana. ¿Dónde está mi americana? Maite, ¿dónde está mi americana? –el abrazo del vodka ya no le daba suficiente calor.
- Es igual, Javier. Vámonos de aquí, todavía hay muchos periodistas en la sala de prensa. Aparte, en el coche tengo otra americana –un reportero de El País amigo suyo competía conmigo en querer llevárselo a seguir bebiendo.
- Ven, Javier

y en ello estaba cuando vi, de pronto, mi pasaporte a instalarme y emborracharme de literatura y absenta en el Marsella, con Cisneros y su reportero de El País: le llamé por su nombre y le estiré su americana, que había encontrado en el suelo tras la puerta de salida del salón de conferencias. Me quedó mirando a la cara con un agradecimiento inmenso, de más de diecinueve euros, detectó mi acento

- Eres peruano, ¿no? Carajo… después dicen que los peruanos no somos honrados y que asaltamos coches en las carreteras. ¿Quieres beberte este vodka?
- Sí, gracias

y me dio su vaso. Quedaba una buena cantidad y la apuré de un sorbo elevando la cabeza para beberme hasta la última gota y llenarme el pecho de puro orgullo peruano por el compatriota exitoso que me invitaría, pero cuando la bajé Cisneros ya se iba del brazo del reportero ante los gritos de Maite que le reclamaba en dirección opuesta para una aburrida reunión con la prensa. Quise pensar que se iban sin mí al Marsella, llevándose con ellos mi ilusión de fanático en forma de americana de color marrón y a cuadritos. Me sentí con derecho a ir tras ellos, pero un ataque de autoestima desbarató la película que me había montado a solas y me clavó, inmóvil hasta en las cejas, en el suelo que pisaba.


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El invierno me regala calor en los bares pero sin la ilusión que ya me había robado Cisneros un par de semanas antes: hace unas semanas me encontré, zambullida en un montículo de botellas vacías sobre una mesa del bar Canigó, a la periodista o a su historia. Se había quedado persiguiendo los huidizos doscientos euros que cobraría porque esa noche Cisneros dejó, más que culturalmente, horticulturalmente plantados a veinte periodistas más por irse de farra, ella valiendo por los veinte porque necesitaba comer o hacerle una nota para la culturosa revista peruana

- ¿Cómo que tú valías por los otros veinte?
- Porque yo era la única peruana y a los peruanos todo nos cuesta más en España, mecagüentó

que, capitalistamente, no creía en ningún asistencialismo sudamericano del que no hablase un entrevistado. Mientras Javier me dejaba su limosna de vodka para ir a buscar absenta llevándose El País y mi ilusión del brazo y yo me quedaba ahí parado, mi amiga tuvo que tragarse todo el paquete de excusas light que a nombre de la editorial les invitó Maite, bien untadas del ofrecimiento de reservarles a Javier el jueves siguiente, después que firmara autógrafos en una librería del Paseo de Grácia. En efecto, varios días después, la premiada vedette literaria de la noche hacía su desgarbada aparición en la gran librería acostumbrada a comerse a sus congéneres y a recibir agradecimientos públicos de escritores consagrados. Los lectores empezaron a comérselo a él, convenientemente ausente de todo mientras firmaba libros abrazado al afilado cariño de su vodka. Mi amiga periodista había llegado tarde, y tuvo que amarrar su bici nueva –o recién heredada de una francesa acaudalada que se la dejó al ver que no podía vendérsela porque ella no podía comprársela– a la farola más cercana a la Casa del Libro, pensando con las prisas que era la de su propia casa

- Javier, una periodista de tu país dice que quiere…
- ¡No, carajo! Esto es lo último, yo ya estoy de vacaciones. No estoy para nadie

pero esa casa siempre le sería ajena y de ella salió hecha una furia, luego de una sudorosa hora, sin entrevista ni el alquiler del mes: su elegante bicicleta había desaparecido en las narices del vigilante que se entretenía la vista, unos pasos fuera de su puesto de trabajo y dentro del local, con las tetas de una de las cajeras.

He escrito esto después de lavar la ropa, limpiar el suelo y cocinar. Me ha alcanzado el tiempo: en media hora ella volverá a casa del trabajo de medio tiempo y en negro que se ha conseguido. Le he prometido una cena romántica y un enamorado que, a cambio de la bici y sus lágrimas por el robo, le dará alojamiento y de paso le sacudirá un poco el polvo de la soledad. Y eso del polvo tampoco es muy mal negocio, a decir verdad.

© 2009 Alejandro Tellería. Derechos mundiales reservados.

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