lunes, 15 de marzo de 2010

Cuando prohibir no estaba prohibido

y la risa curaba enfermedades, el genial Groucho Marx se preguntaba en su autobiografía Groucho y yo "¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?" Desde los albores de la literatura, no hay otro tema que haya sido más tocado, usado y manoseado en la historia de la humanidad. Nada interesa tanto, y nada se vuelve adicción tan pronto. Sin embargo hemos llegado a un punto máximo donde se ha liberado casi toda zona prohibida del problema sexual: los últimos cincuenta años han visto avances tan grandes en el tema que hubieran supuesto relajación, alegría y bienestar para nuestros antepasados, pero que hoy son casi los mínimos de una conducta sexual presuntamente sana. Entonces, para tener sexo había que casarse o pasar a la clandestinidad; George Bernard Shaw decía que "justo cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, loca, inasible y leve de las pasiones, se les exige jurar mantenerse en aquella condición emocionada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe." Una cosa es la meseta de tranquilidad, comprensión y esfuerzo común de una pareja, y otra el apasionamiento animal, insensato y febril del descubrir a una persona en la intimidad que la precede. Sin juicios de valor sobre ninguna, Shaw proponía dejar hipocresías y llamar a cada cosa por su nombre.

Los dos siglos y tres olas de liberación femenina -que han promovido su derecho de sufragio, compensación cultural y participación social sin distingos- tendrían que haber permitido la existencia de un perfil femenino actual con mayores satisfacciones para el colectivo, siendo también verdad que hay todavía muchas estructuras mentales fosilizadas por derribar. Imagino que es por esto último que todavía señalamos injustamente con el dedo -a sus espaldas, habitualmente- a la cariacontecida y antipática compañera de trabajo, y atribuimos su hosquedad a no haberse comido un rosco en años. Años atrás -o, mejor, en los años de Groucho- me lo hubiera creído, pero pienso que hoy la liberación las ha llevado de un extremo en que esposos y padres decidían sobre su amor y su sexo a otro donde éstos han dejado de decidir, pero tampoco les han dejado a ellas hacerlo plenamente. Cuántas mujeres tienen una vida sexual activa y decisoria, y sin embargo -una vez pasado el torbellino de la seducción y el goce físico- tenemos que oirles penosas confesiones de codependencia afectiva, donde el sexo es el único anclaje que tienen para mantenerse al lado de un personaje nocivo y desalmado que, incluso a riesgo del maltrato físico, es el único que les resuelve defectos emocionales con su aparente autoconfianza. No es raro escucharlas culpar a la sociedad machista por imponer la creencia del sexo como remedio de todo mal, ni notar el llanto contenido de aquella que no lo practica por su autorepresión, miedo o simple fealdad de cojones.

La hiperexposición al mensaje mediático de hoy insinúa mensajes donde sólo una sexualidad aeróbica y dermoestética es garantía de felicidad para las mujeres. Claro, las más empanadas e intonsas no ven las órdenes que se les dispara hacia el subconsciente: compra esta falda, esta crema, este cereal y este coche, te verás tan delgada y deseable como esta modelo y, por lo tanto, serás feliz y te reirás como ella ante la cámara. Dado que los hombres somos, según Camille Paglia, "exiliados sexuales", que vagamos "por el mundo siguiendo a la satisfacción, buscando sin querer conseguir nunca", ya tenemos bastante con las emociones y poca falta nos hacen los sentimientos, pues vamos provistos de una congénita y casi inagotable fertilidad seminal que nos libera de la presión de cualquier reloj biológico y nos permite pelearnos cavernícolamente entre nosotros. No por ellas, bueno fuera; es una pelea entre machos alfa, donde sólo nos importa quién es el que más folla o quién la tiene más grande. Luego que esta demoledora selección natural erige a sus ganadores, encontramos entre los escombros a los más perdedores entre todos los hombres: los que tienen por todo intelecto la cabeza de abajo, residuos humanos que, desolados al ver sus escasos once centímetros de dote, se consuelan ejerciendo violencia física con una pobre ilusa que les ve como salvación. Consumen porno del desayuno a la cena, en menú por la tele y a la carta por internet, o beben y toman drogas buscando dosis más fuertes cada vez, para olvidar momentáneamente a la vieja, gorda, loca o suicida que vive con ellos pero de la que tampoco se quieren separar.

(Qué mal estamos, ¿no? Parece como si el paraíso sólo existiera en las pantallas, y que sólo podemos estar en él si nos apellidamos Pitt o Jolie. No es verdad. La calle es un desfile de rostros estreñidos y cabizbajos, y la felicidad una alucinación colectiva de fin de semana. La soltería es una mezcla de libertad y poder deseada por el que la tiene y por el que no. Uno posa la mano firme sobre el alimento que saciará su deseo, y sabe por aquella automática agricultura sexual qué flor se llevará al huerto. Sonríe ante la queja masiva del esposo, del novio y del enamorado amigos por igual, porque su independencia le hace más hombre. Más selectivo. Más inalcanzable. Irresistible, finalmente. Disfruta ejerciendo la operativa clásica para capturar presas: soledad de bar, localización de objetivo, cruce de miradas, sonrisas inciertas, ruptura de hielo con chiste entre grosero y genial, secretos inexistentes al oído, más chistes que disimulen tocamientos ligeros, dos vodka red bull o cuatro copas de vino que se las paga ella sola -liberación femenina- y dos que le paga a uno -para que crea en su seducción- y el ataque final, directo al oído, de palabras dulces de la boca para afuera, donde -luego de dos o tres horas de inversión- ella no puede más y capitula, igual que el dueño del bar cuando echa a todo el aforo al frío de la puta calle. Camino a casa con breves muestras de afecto según la ocasión y hora de tránsito por la ciudad. Exhibición de proeza en proporción a los atributos de ella. Buenas tetas y piernas dos horas incluyendo pase de pernocta, polvo mañanero y desayuno en el café del barrio; normalita cuarenta minutos y pase de pernocta sólo si se porta bien; emergencia de protección civil quince, con pretexto de novia oficial en camino si se ha de forzar su salida. El problema viene cuando uno se pregunta porqué viene haciendo lo mismo durante tantos años cuando podría estar en camita -solo- leyendo un buen libro o viendo una película, en vez de escuchar aburridas quejas de trabajo donde el jefe siempre se la quiere cepillar; cuando uno se pregunta qué hace, a su edad, metiéndose en situaciones tan pesadas que le ralentizan las manecillas del reloj y hacen de su hora un día, de su diversión ociosa un trabajo arduo, de su pies de plomo bola y grillete. Las deliciosas curvas de mujer se vuelven gruesas serpientes, el olor salvaje ajeno sabe mal, el pelo sedoso se eriza hirsuto; la cabeza de uno se pega contra la almohada, a ver si los algodones logran proteger aunque sea uno de los oídos de tanta verborrea, sintiéndose culpable por haber empezado la verborrea mientras él, o su cabeza de abajo, se resignan a apechugar búmeran y gatillazo a la vez.)

Pues vaya mierda de mundo. ¿Al final todas son muñecas rotas que se ven bien por fuera, pero al menor descuido se descalabran? ¿No está bien uno así como está? ¿Está bien que ellas confundan sexo con amor? ¿Está bien que Groucho y yo -no su libro, él y yo- lo tengamos claro? ¿Puede uno disfrutar de sus contradicciones? El celibato es una opción deseable, y uno puede abrazarse a su bien ganada reputación de autónomo emocional dando factura, eso sí, por los servicios prestados. Quizá no es tan cruel pagar con la moneda de la soledad, después de todo, quizá no mata; la militancia del escritor, a diferencia de la del guerrillero o el sacerdote, es diosa y da vida. Dan ganas de ser Groucho Marx -perdón, digo, de ser niño otra vez: de ensuciarse la ropa, comer hasta reventar, jugar al fútbol, tirar de las coletas de las niñas.

No, de esto ya no. Para qué volver, otra vez, a lo mismo...


© 2010 Alejandro Tellería. Todos los derechos reservados.

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