
Por SID LOWE - THE GUARDIAN ONLINE www.guardian.co.uk
Publicado el Miércoles 31 de marzo, 2010
traducido hoy por mí
La primera vez que fueron a por él, se escondió; la segunda, no tuvo escapatoria. Corría septiembre de 1997 y Rodolf Borrell había llegado para ver jugar a unos chavales en Mataró, sobre la costa al norte de la capital catalana. Para el técnico de alevines del FC Barcelona –el club para menores de once años– el viaje era familiar pero, aunque ya había hecho la misma visita dos meses antes, el chico que llamó su atención no. Había, anotó, un nuevo número 4 que controlaba todo el mediocampo. “Tenía todo: visión, condición atlética, entusiasmo, velocidad” anotaba Borrell. Sabía dar pases, sabía chutar y, sobre todo, su toma de decisiones era espectacular.”
El dictamen de Borrell era exacto excepto por un detalle: el jugador no era nuevo. No había sonado el pitazo de medio tiempo cuando el hombre que hoy trabaja con Rafa Benítez en el Liverpool se acercó al señor Blai, entrenador del Mataró, y le preguntó de dónde había salido aquel nuevo valor. Blai se sonrojó un poco, meneó la cabeza y, mostrándose culpable, finalmente confesó que el niño se llamaba Francesc Fábregas Soler, que era “una bestia”, y que ya había estado en su visita anterior. “Pero teníamos órdenes de esconderle,” admitió. “Cuando viniste, le hicimos quedarse en los vestidores.”
Fue una artimaña muy elaborada. Para cuando Borrell volvió en septiembre, Cesc había jugado cinco veces para el Mataró. Bajo las reglas de la Federació Catalana de Fútbol, ya no podía irse a jugar para ningún otro equipo, aunque éste fuese el FC Barcelona. Sin embargo, Borrell no daría su brazo a torcer tan dócilmente, y le ofreció un trato: Fábregas seguiría jugando para el Mataró el resto de la temporada, pero iría a entrenarse al Barça todos los lunes, jugando amistosos ocasionalmente.
Así, el niño de 10 años dejó por primera vez, el 10 de noviembre de 1997, su pueblo natal de Arenys, el de Mar y de Munt, para irse cincuenta y cinco kilómetros al sur hasta las instalaciones del FC Barcelona. El camino se le hizo familiar y, para la siguiente temporada, Fábregas se unió formalmente al equipo y empezó a entrenar todos los días; el ir y venir se le haría agotador, con lo que tuvo que mudarse a un barrio con un prestigio ligeramente mayor. La fama de los nabos que se cultivan en Arenys era tanta como la de los futbolistas que vivieron en su siguiente barrio.
A diario, un taxista llamado Joan Jiménez le recogía a él y a José Hinojosa. En el camino recogería también a David Torrejón. Después pasaría por Badalona, donde subirían Jonathan Pereira y Rafa Vázquez. Se autodenominaban La quinta del taxi, y Fábregas se inventó su propia frase: Cesc Fábregas Soler, el más guapo del carrer. Su padre, un albañil llamado también Francesc, dice con orgullo que su hijo terminaba de hacer los deberes, aún a pesar de llegar a casa sobre las once de la noche. Nùria, su madre, estaba decidida a no dejar que sus notas bajasen, aunque sus compañeros de clase aseguran que estaba más interesado en una compañerita llamada María García, realmente, que en la raíz cuadrada del nueve. El problema era que, con tanto viaje, se le hacía muy cuesta arriba llevar todo aquello a la vez, y sus padres decidieron que debía marcharse a vivir en Barcelona.
Cuando los jugadores se enfrentan a sus clubes de origen, el cliché les obliga a “volver a casa”. Sin embargo, ahora sí que es verdad. Esta noche, Fábregas se medirá a sus ídolos de infancia, dos en el campo y uno en la banca, su primer entrenador de verdad, su mejor amigo y aquel mudito que ha resultado ser el mejor jugador del mundo. Cuando marche otra vez a Barcelona, la próxima semana, el autocar del Arsenal pasará por el Miniestadi, donde se entrenó todos los días, y por el Camp Nou, el estadio que veía por la ventana de su habitación juvenil. Pero justo detrás está La Masía; por años, su hogar en el centro de Barcelona. Los hinchas del Arsenal también pasarán por La Masía, una tradicional casa de campo catalana que, orgullosa pero hoy casi inadecuadamente, se mantiene al lado del Camp Nou. Con arquitectura de maternidad por un lado y de crematorio por otro, La Masía sigue siendo el hogar de los jugadores futuros, cendro de adoctrinamiento en todo lo que signifique Barça. Casi 500 jóvenes han vivido allí mirando a diario el campo de entrenamiento donde entrenaba el primer equipo hasta hace seis meses.
“Es el lugar donde pasé el mejor año de mi vida”, dice Fábregas; donde los ansiosos jóvenes tardaban en conciliar el sueño. “Cesc”, se queja el defensa sevillista y compañero en La Masía Marc Valiente, “tiene el peor gusto musical de todos: le gustaba La Oreja de Van Gogh.” De aquella época, Fábregas recuerda con gusto las victorias en torneos de PlayStation Pro Evolution ante lo cual Gerard Piqué, su mejor amigo, no olvida que había cierto pequeñajo llamado Leo Messi que le vapuleaba y donde, siempre según Piqué, Cesc se las ingeniaba para evitar medirse a alguien en tenis de mesa, porque sabía que iba a perder.
Por el contrario, en el campo rara vez perdía. De la mano de Borrell y Tito Vilanova –hoy edecán de Guardiola– el Barça fue imbatible. “Jugó con la generación de Messi,” dijo Arsène Wenger la semana pasada. “Piqué, Messi, Fábregas… ¿por qué sorprende que ganaran 8-0, 9-0. 10-0?” “Es muy difícil hallar tanto talento junto en un solo grupo,” continúa Piqué mientras Cesc agrega: “recuerdo que Messi llegó después, a los 13 o 14 años. Era muy, muy bajito pero muy especial. Prácticamente no hablaba, hasta que un día empezó. Igual, tampoco es ningún bocazas.”
Pero Piqué sí lo es. Fábregas lo recuerda, puños en alto, saliendo a cubrir a Messi y dejando tan atrás a su defensa que Borrell le gritaba “¡si te vas de excursión, mejor llévate la mochila!” Dice haber anotado más de cincuenta goles, de los cuales Fábregas dice que “cuarenta eran pases y córners míos.” Una vez hicieron en la Copa Catalunya un partido previo al del primer equipo, pero no tenían copa. Piqué cogió una de la sala de trofeos para resolver el tema.
Sin embargo, si Piqué era el líder emocional, Fábregas era el centro intelectual. “Jugñabamos 3-4-3, como el Dream Team,” recuerda Piqué. Tras los atacantes estaba Messi. Al medio iba Cesc, jugando de pivote, el eje alrededor del cual giraba el equipo. Era fieramente competitivo: admite que, cuando era niño, lloraba si no le salían las cosas como quería. Sobre todo, era técnico, impecable y siempre bajo control.
Quienes vieron a Cesc entonces insisten en que es parte de la herencia barcelonista, un linaje que pasa por Guardiola, su ídolo, y por sus héroes Xavi y Andrés Iniesta, hijos del sistema y modelos para su juego. Iniesta recuerda el mantra del equipo: “recibe, pasa, ofrece, recibe, pasa, ofrece.” Cesc anota: “si has jugado en el Barça, desarrollas gusto por el buen fútbol.”
Xavi e Iniesta, sin embargo, eran un obstáculo para él. La progresión se le hacía imposible. Y en el vacío de poder antes de las elecciones de 2003, habiendo visto a Fábregas descollar en el Mundial Sub-17, Wenger se aprovechó. “Para cuando me enteré, ya era tarde,” dice el entonces vicepresidente entrante Sandro Rosell.
“No lo lamento para nada,” ha dicho Cesc. “Nadie quiere dejar el Barça hoy porque todos tienen una opción, pero cuando yo estaba allí tenías que esperar mucho tiempo. Y cuando un equipo profesional te ofrece un contrato a los dieciséis años…”
Esta noche, Fábregas se reunirá con amigos de toda la vida, pueda jugar o no. La próxima semana volverá a casa. Ha tratado de esquivar esto también, pero la pregunta se mantiene en el Arsenal: habiendo terminado su aprendizaje en Inglaterra, ¿volverá –como Piqué del Manchester United– para siempre?
Uno de los tesoros más valiosos en la colección privada de Fábregas es una camiseta firmada por Guardiola en La Masía. Dice, “Al futuro número 4 del Barcelona”. Por años, ha sido el sueño más acariciado de Francesc Fábregas Soler; por años, ha sido la pesadilla más grande para el Arsenal.
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