miércoles, 31 de marzo de 2010

Cesc Fábregas se enfrenta al Dream Team que dejó

El mediocampista del Arsenal, Cesc Fábregas, se reunirá con sus amigos de Barcelona esta noche. Foto: Glyn Kirk/AFP/Getty Images

Por SID LOWE - THE GUARDIAN ONLINE www.guardian.co.uk

Publicado el Miércoles 31 de marzo, 2010 a las 00.44 BST

traducido hoy por mí


La primera vez que fueron a por él, se escondió; la segunda, no tuvo escapatoria. Corría septiembre de 1997 y Rodolf Borrell había llegado para ver jugar a unos chavales en Mataró, sobre la costa al norte de la capital catalana. Para el técnico de alevines del FC Barcelona –el club para menores de once años– el viaje era familiar pero, aunque ya había hecho la misma visita dos meses antes, el chico que llamó su atención no. Había, anotó, un nuevo número 4 que controlaba todo el mediocampo. “Tenía todo: visión, condición atlética, entusiasmo, velocidad” anotaba Borrell. Sabía dar pases, sabía chutar y, sobre todo, su toma de decisiones era espectacular.”

El dictamen de Borrell era exacto excepto por un detalle: el jugador no era nuevo. No había sonado el pitazo de medio tiempo cuando el hombre que hoy trabaja con Rafa Benítez en el Liverpool se acercó al señor Blai, entrenador del Mataró, y le preguntó de dónde había salido aquel nuevo valor. Blai se sonrojó un poco, meneó la cabeza y, mostrándose culpable, finalmente confesó que el niño se llamaba Francesc Fábregas Soler, que era “una bestia”, y que ya había estado en su visita anterior. “Pero teníamos órdenes de esconderle,” admitió. “Cuando viniste, le hicimos quedarse en los vestidores.”

Fue una artimaña muy elaborada. Para cuando Borrell volvió en septiembre, Cesc había jugado cinco veces para el Mataró. Bajo las reglas de la Federació Catalana de Fútbol, ya no podía irse a jugar para ningún otro equipo, aunque éste fuese el FC Barcelona. Sin embargo, Borrell no daría su brazo a torcer tan dócilmente, y le ofreció un trato: Fábregas seguiría jugando para el Mataró el resto de la temporada, pero iría a entrenarse al Barça todos los lunes, jugando amistosos ocasionalmente.

Así, el niño de 10 años dejó por primera vez, el 10 de noviembre de 1997, su pueblo natal de Arenys, el de Mar y de Munt, para irse cincuenta y cinco kilómetros al sur hasta las instalaciones del FC Barcelona. El camino se le hizo familiar y, para la siguiente temporada, Fábregas se unió formalmente al equipo y empezó a entrenar todos los días; el ir y venir se le haría agotador, con lo que tuvo que mudarse a un barrio con un prestigio ligeramente mayor. La fama de los nabos que se cultivan en Arenys era tanta como la de los futbolistas que vivieron en su siguiente barrio.

A diario, un taxista llamado Joan Jiménez le recogía a él y a José Hinojosa. En el camino recogería también a David Torrejón. Después pasaría por Badalona, donde subirían Jonathan Pereira y Rafa Vázquez. Se autodenominaban La quinta del taxi, y Fábregas se inventó su propia frase: Cesc Fábregas Soler, el más guapo del carrer. Su padre, un albañil llamado también Francesc, dice con orgullo que su hijo terminaba de hacer los deberes, aún a pesar de llegar a casa sobre las once de la noche. Nùria, su madre, estaba decidida a no dejar que sus notas bajasen, aunque sus compañeros de clase aseguran que estaba más interesado en una compañerita llamada María García, realmente, que en la raíz cuadrada del nueve. El problema era que, con tanto viaje, se le hacía muy cuesta arriba llevar todo aquello a la vez, y sus padres decidieron que debía marcharse a vivir en Barcelona.

Cuando los jugadores se enfrentan a sus clubes de origen, el cliché les obliga a “volver a casa”. Sin embargo, ahora sí que es verdad. Esta noche, Fábregas se medirá a sus ídolos de infancia, dos en el campo y uno en la banca, su primer entrenador de verdad, su mejor amigo y aquel mudito que ha resultado ser el mejor jugador del mundo. Cuando marche otra vez a Barcelona, la próxima semana, el autocar del Arsenal pasará por el Miniestadi, donde se entrenó todos los días, y por el Camp Nou, el estadio que veía por la ventana de su habitación juvenil. Pero justo detrás está La Masía; por años, su hogar en el centro de Barcelona. Los hinchas del Arsenal también pasarán por La Masía, una tradicional casa de campo catalana que, orgullosa pero hoy casi inadecuadamente, se mantiene al lado del Camp Nou. Con arquitectura de maternidad por un lado y de crematorio por otro, La Masía sigue siendo el hogar de los jugadores futuros, cendro de adoctrinamiento en todo lo que signifique Barça. Casi 500 jóvenes han vivido allí mirando a diario el campo de entrenamiento donde entrenaba el primer equipo hasta hace seis meses.

“Es el lugar donde pasé el mejor año de mi vida”, dice Fábregas; donde los ansiosos jóvenes tardaban en conciliar el sueño. “Cesc”, se queja el defensa sevillista y compañero en La Masía Marc Valiente, “tiene el peor gusto musical de todos: le gustaba La Oreja de Van Gogh.” De aquella época, Fábregas recuerda con gusto las victorias en torneos de PlayStation Pro Evolution ante lo cual Gerard Piqué, su mejor amigo, no olvida que había cierto pequeñajo llamado Leo Messi que le vapuleaba y donde, siempre según Piqué, Cesc se las ingeniaba para evitar medirse a alguien en tenis de mesa, porque sabía que iba a perder.

Por el contrario, en el campo rara vez perdía. De la mano de Borrell y Tito Vilanova –hoy edecán de Guardiola– el Barça fue imbatible. “Jugó con la generación de Messi,” dijo Arsène Wenger la semana pasada. “Piqué, Messi, Fábregas… ¿por qué sorprende que ganaran 8-0, 9-0. 10-0?” “Es muy difícil hallar tanto talento junto en un solo grupo,” continúa Piqué mientras Cesc agrega: “recuerdo que Messi llegó después, a los 13 o 14 años. Era muy, muy bajito pero muy especial. Prácticamente no hablaba, hasta que un día empezó. Igual, tampoco es ningún bocazas.”

Pero Piqué sí lo es. Fábregas lo recuerda, puños en alto, saliendo a cubrir a Messi y dejando tan atrás a su defensa que Borrell le gritaba “¡si te vas de excursión, mejor llévate la mochila!” Dice haber anotado más de cincuenta goles, de los cuales Fábregas dice que “cuarenta eran pases y córners míos.” Una vez hicieron en la Copa Catalunya un partido previo al del primer equipo, pero no tenían copa. Piqué cogió una de la sala de trofeos para resolver el tema.

Sin embargo, si Piqué era el líder emocional, Fábregas era el centro intelectual. “Jugñabamos 3-4-3, como el Dream Team,” recuerda Piqué. Tras los atacantes estaba Messi. Al medio iba Cesc, jugando de pivote, el eje alrededor del cual giraba el equipo. Era fieramente competitivo: admite que, cuando era niño, lloraba si no le salían las cosas como quería. Sobre todo, era técnico, impecable y siempre bajo control.

Quienes vieron a Cesc entonces insisten en que es parte de la herencia barcelonista, un linaje que pasa por Guardiola, su ídolo, y por sus héroes Xavi y Andrés Iniesta, hijos del sistema y modelos para su juego. Iniesta recuerda el mantra del equipo: “recibe, pasa, ofrece, recibe, pasa, ofrece.” Cesc anota: “si has jugado en el Barça, desarrollas gusto por el buen fútbol.”

Xavi e Iniesta, sin embargo, eran un obstáculo para él. La progresión se le hacía imposible. Y en el vacío de poder antes de las elecciones de 2003, habiendo visto a Fábregas descollar en el Mundial Sub-17, Wenger se aprovechó. “Para cuando me enteré, ya era tarde,” dice el entonces vicepresidente entrante Sandro Rosell.

“No lo lamento para nada,” ha dicho Cesc. “Nadie quiere dejar el Barça hoy porque todos tienen una opción, pero cuando yo estaba allí tenías que esperar mucho tiempo. Y cuando un equipo profesional te ofrece un contrato a los dieciséis años…”

Esta noche, Fábregas se reunirá con amigos de toda la vida, pueda jugar o no. La próxima semana volverá a casa. Ha tratado de esquivar esto también, pero la pregunta se mantiene en el Arsenal: habiendo terminado su aprendizaje en Inglaterra, ¿volverá –como Piqué del Manchester United– para siempre?

Uno de los tesoros más valiosos en la colección privada de Fábregas es una camiseta firmada por Guardiola en La Masía. Dice, “Al futuro número 4 del Barcelona”. Por años, ha sido el sueño más acariciado de Francesc Fábregas Soler; por años, ha sido la pesadilla más grande para el Arsenal.

© Guardian News and Media Limited 2010

lunes, 15 de marzo de 2010

Cuando prohibir no estaba prohibido

y la risa curaba enfermedades, el genial Groucho Marx se preguntaba en su autobiografía Groucho y yo "¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?" Desde los albores de la literatura, no hay otro tema que haya sido más tocado, usado y manoseado en la historia de la humanidad. Nada interesa tanto, y nada se vuelve adicción tan pronto. Sin embargo hemos llegado a un punto máximo donde se ha liberado casi toda zona prohibida del problema sexual: los últimos cincuenta años han visto avances tan grandes en el tema que hubieran supuesto relajación, alegría y bienestar para nuestros antepasados, pero que hoy son casi los mínimos de una conducta sexual presuntamente sana. Entonces, para tener sexo había que casarse o pasar a la clandestinidad; George Bernard Shaw decía que "justo cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, loca, inasible y leve de las pasiones, se les exige jurar mantenerse en aquella condición emocionada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe." Una cosa es la meseta de tranquilidad, comprensión y esfuerzo común de una pareja, y otra el apasionamiento animal, insensato y febril del descubrir a una persona en la intimidad que la precede. Sin juicios de valor sobre ninguna, Shaw proponía dejar hipocresías y llamar a cada cosa por su nombre.

Los dos siglos y tres olas de liberación femenina -que han promovido su derecho de sufragio, compensación cultural y participación social sin distingos- tendrían que haber permitido la existencia de un perfil femenino actual con mayores satisfacciones para el colectivo, siendo también verdad que hay todavía muchas estructuras mentales fosilizadas por derribar. Imagino que es por esto último que todavía señalamos injustamente con el dedo -a sus espaldas, habitualmente- a la cariacontecida y antipática compañera de trabajo, y atribuimos su hosquedad a no haberse comido un rosco en años. Años atrás -o, mejor, en los años de Groucho- me lo hubiera creído, pero pienso que hoy la liberación las ha llevado de un extremo en que esposos y padres decidían sobre su amor y su sexo a otro donde éstos han dejado de decidir, pero tampoco les han dejado a ellas hacerlo plenamente. Cuántas mujeres tienen una vida sexual activa y decisoria, y sin embargo -una vez pasado el torbellino de la seducción y el goce físico- tenemos que oirles penosas confesiones de codependencia afectiva, donde el sexo es el único anclaje que tienen para mantenerse al lado de un personaje nocivo y desalmado que, incluso a riesgo del maltrato físico, es el único que les resuelve defectos emocionales con su aparente autoconfianza. No es raro escucharlas culpar a la sociedad machista por imponer la creencia del sexo como remedio de todo mal, ni notar el llanto contenido de aquella que no lo practica por su autorepresión, miedo o simple fealdad de cojones.

La hiperexposición al mensaje mediático de hoy insinúa mensajes donde sólo una sexualidad aeróbica y dermoestética es garantía de felicidad para las mujeres. Claro, las más empanadas e intonsas no ven las órdenes que se les dispara hacia el subconsciente: compra esta falda, esta crema, este cereal y este coche, te verás tan delgada y deseable como esta modelo y, por lo tanto, serás feliz y te reirás como ella ante la cámara. Dado que los hombres somos, según Camille Paglia, "exiliados sexuales", que vagamos "por el mundo siguiendo a la satisfacción, buscando sin querer conseguir nunca", ya tenemos bastante con las emociones y poca falta nos hacen los sentimientos, pues vamos provistos de una congénita y casi inagotable fertilidad seminal que nos libera de la presión de cualquier reloj biológico y nos permite pelearnos cavernícolamente entre nosotros. No por ellas, bueno fuera; es una pelea entre machos alfa, donde sólo nos importa quién es el que más folla o quién la tiene más grande. Luego que esta demoledora selección natural erige a sus ganadores, encontramos entre los escombros a los más perdedores entre todos los hombres: los que tienen por todo intelecto la cabeza de abajo, residuos humanos que, desolados al ver sus escasos once centímetros de dote, se consuelan ejerciendo violencia física con una pobre ilusa que les ve como salvación. Consumen porno del desayuno a la cena, en menú por la tele y a la carta por internet, o beben y toman drogas buscando dosis más fuertes cada vez, para olvidar momentáneamente a la vieja, gorda, loca o suicida que vive con ellos pero de la que tampoco se quieren separar.

(Qué mal estamos, ¿no? Parece como si el paraíso sólo existiera en las pantallas, y que sólo podemos estar en él si nos apellidamos Pitt o Jolie. No es verdad. La calle es un desfile de rostros estreñidos y cabizbajos, y la felicidad una alucinación colectiva de fin de semana. La soltería es una mezcla de libertad y poder deseada por el que la tiene y por el que no. Uno posa la mano firme sobre el alimento que saciará su deseo, y sabe por aquella automática agricultura sexual qué flor se llevará al huerto. Sonríe ante la queja masiva del esposo, del novio y del enamorado amigos por igual, porque su independencia le hace más hombre. Más selectivo. Más inalcanzable. Irresistible, finalmente. Disfruta ejerciendo la operativa clásica para capturar presas: soledad de bar, localización de objetivo, cruce de miradas, sonrisas inciertas, ruptura de hielo con chiste entre grosero y genial, secretos inexistentes al oído, más chistes que disimulen tocamientos ligeros, dos vodka red bull o cuatro copas de vino que se las paga ella sola -liberación femenina- y dos que le paga a uno -para que crea en su seducción- y el ataque final, directo al oído, de palabras dulces de la boca para afuera, donde -luego de dos o tres horas de inversión- ella no puede más y capitula, igual que el dueño del bar cuando echa a todo el aforo al frío de la puta calle. Camino a casa con breves muestras de afecto según la ocasión y hora de tránsito por la ciudad. Exhibición de proeza en proporción a los atributos de ella. Buenas tetas y piernas dos horas incluyendo pase de pernocta, polvo mañanero y desayuno en el café del barrio; normalita cuarenta minutos y pase de pernocta sólo si se porta bien; emergencia de protección civil quince, con pretexto de novia oficial en camino si se ha de forzar su salida. El problema viene cuando uno se pregunta porqué viene haciendo lo mismo durante tantos años cuando podría estar en camita -solo- leyendo un buen libro o viendo una película, en vez de escuchar aburridas quejas de trabajo donde el jefe siempre se la quiere cepillar; cuando uno se pregunta qué hace, a su edad, metiéndose en situaciones tan pesadas que le ralentizan las manecillas del reloj y hacen de su hora un día, de su diversión ociosa un trabajo arduo, de su pies de plomo bola y grillete. Las deliciosas curvas de mujer se vuelven gruesas serpientes, el olor salvaje ajeno sabe mal, el pelo sedoso se eriza hirsuto; la cabeza de uno se pega contra la almohada, a ver si los algodones logran proteger aunque sea uno de los oídos de tanta verborrea, sintiéndose culpable por haber empezado la verborrea mientras él, o su cabeza de abajo, se resignan a apechugar búmeran y gatillazo a la vez.)

Pues vaya mierda de mundo. ¿Al final todas son muñecas rotas que se ven bien por fuera, pero al menor descuido se descalabran? ¿No está bien uno así como está? ¿Está bien que ellas confundan sexo con amor? ¿Está bien que Groucho y yo -no su libro, él y yo- lo tengamos claro? ¿Puede uno disfrutar de sus contradicciones? El celibato es una opción deseable, y uno puede abrazarse a su bien ganada reputación de autónomo emocional dando factura, eso sí, por los servicios prestados. Quizá no es tan cruel pagar con la moneda de la soledad, después de todo, quizá no mata; la militancia del escritor, a diferencia de la del guerrillero o el sacerdote, es diosa y da vida. Dan ganas de ser Groucho Marx -perdón, digo, de ser niño otra vez: de ensuciarse la ropa, comer hasta reventar, jugar al fútbol, tirar de las coletas de las niñas.

No, de esto ya no. Para qué volver, otra vez, a lo mismo...


© 2010 Alejandro Tellería. Todos los derechos reservados.

domingo, 14 de marzo de 2010

Granta 109: metiendo la nariz en el mileurismo

Portada Granta 109: Work.


En 1889, los alumnos de la Universidad de Cambridge fundaron una revista con el nombre de The Granta –como el río que atraviesa la ciudad homónima y hoy se llama Cam– para compendiar periódicamente sucesos políticos, ciudadanos, literarios y estudiantiles. Publicó los trabajos iniciales de quienes serían después grandes nombres de la literatura inglesa como A. A. Milne, Ted Hughes y Sylvia Plath adquiriendo su sólida reputación actual –reactivada por ex alumnos de Cambridge luego de su casi desaparición en los años setenta– como vitrina global de la nueva literatura en ese idioma. Desde su resurrección en 1979, Granta ha publicado contribuciones de reconocidos autores como Martin Amis, Julian Barnes, Saul Bellow, Raymond Carver, Nadine Gordimer, Milan Kundera, Doris Lessing, Ian McEwan, Salman Rushdie y Gabriel García Márquez.

Siempre en el esfuerzo de dejar constancia escrita de nuestro tiempo y, por tanto, atenta a lo que se cuece en la literatura actual, la visión panorámica de Granta ha captado la calidad de primeros textos de escritores jóvenes en carrera ascendente, como la escritora y activista india Arundhati Roy y la autora de Dientes Blancos y El cazador de autógrafos Zadie Smith. Así, vista la utilidad de quitar la mirada cómoda hacia el ombligo hispanoamericano, alistaremos las narices para husmear en el fogón literario angloparlante y disfrutar de esta suculenta edición, Granta 109: Work, número dedicado a las diversas facetas, no todas tristes o desagradables, del trabajo humano.

La olla se abre con Life Among The Pirates (Vivir entre piratas), un estudio desenfadado con toques de cuento donde Daniel Alarcón (Lima, 1977) bucea en los peligrosos mares de la piratería de libros en Sudamérica. El escritor peruano criado desde la infancia en Alabama logra aquí una magnífica pieza que, por una parte, aclara con cifras y estadísticas el volumen económico real que la industria literaria maneja en la clandestinidad y, por otra, lleva al lector de la mano por las entrañas del comercio ilegal de libros. Se despliega entonces una expedición documental de tiempo y velocidad cinematográficas: Alarcón exhibe la expedición de quien entiende el asunto desde dentro, y se entrevista con sus fuentes en callejuelas plagadas de malhechores de todo calibre, honestos bares de serrín en el suelo y pisos altos con vistas lujosísimas de la ciudad por igual. Tampoco le cuesta subirse las mangas de cara al escabroso tema sobre el que trata su texto; podemos sentir la comodidad que siente describiendo personajes y situaciones que por su crianza deberían serle ajenas, pero que su origen afín refina para elevar el realismo de su tono discursivo y dejarlo casi en una proclama de respeto y cariño, a la Nelson Algren, por las vidas de quienes retrata.

Donald Ray Pollock (Ohio, 1954) continúa la ruta cutre del trabajo con Tommy, una hermosa fábula de redención que pinta las grises existencias de aquellos engranajes humanos, mientras mantienen en movimiento la maquinaria capitalista norteamericana. Su fresco vozarrón literario, él mismo obrero de una fábrica de papel hasta los cincuenta años de edad, es áspero a la vez que tierno para contar la historia de Tommy, una vida premiada con una mente quizá sana y un cuerpo probablemente sano también, pero vacío de espíritu hasta la desesperanza, rasgo visible de toda desquerida sociedad burguesa occidental de respeto y que Pollock demuestra conocer de causa. No en vano tituló su novela debut –publicada a sus cincuenta y cuatro años– con el montaraz nombre de su propio pueblo natal llamado Knockemstiff (en lego, ‘pelotazo’) para eterna memoria de los licores ilegales que se producían en sus predios durante los años de la Gran Depresión norteamericana, con el loable propósito de aliviar, aunque fuese temporalmente, sus estragos. Pollock rescata la belleza de lo proletario y marginal con una narrativa ubicada entre un Hemingway borracho y un Raymond Carver en anfetaminas.

Esta edición laboral de Granta adquiere entonación tecno con el texto de Steven Hall (Derbyshire, 1975) de nombre What I Think About When I Think About Robots (Lo que pienso cuando pienso en robots), reportando sobre lo más destacado hoy en inteligencia artificial. Conoceremos a TANK, recepcionista del instituto de robótica de la Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh, y HERB, una máquina autónoma que absorbe información de su entorno. Los fanáticos de la tecnología estarán de plácemes con Hall merodeando por pasillos universitarios con un potencial empleado y otro potencial empleador, que en poco podrían ayudar a que los humanos sigan engrosando las filas del desempleo sin preocupación.

Un poema de Derek Walcott (Saint Lucia, 1954, Premio Nobel de Literatura 1992), titulado In The Village (En el pueblo) pone color caribeño a una escena neoyorquina que funge de preludio a la solemnidad que, presuntamente, debe evocar Salman Rushdie (Mumbai, 1947). En Notes On Sloth (Notas sobre la pereza) el versista satánico se despacha a gusto en una deliciosa exploración que va desde Saligia –el acrónimo creado para que todo holgazán que se precie recuerde los siete pecados capitales en una sola palabra– pasa por la modelo Linda Evangelista –si alguien tiene pereza de pasar por allí, no soy yo– y termina en el delirante retrato de un gandul ruso llamado Ilya Ilyich Oblomov, que planta serias dudas sobre permitir que la esclavitud laboral se domicilie en nuestras vidas. Imprescindible.

Colum McCann (Dublin, 1965) emplea Looking For The Rozziner (Buscando el aliciente) para despertar una visita infantil al trabajo de su padre, periodista del ya desparecido periódico dublinés Evening Press. McCann nos da la visión personal de un niño de nueve años, embelesado por las portentosas rotativas de la planta de producción del diario pero que no por eso es ajeno a la diferencia entre el trabajo y el juego, personificada tanto por prestigiosos periodistas como por esforzados trabajadores de imprenta. Ellos le dejarán una lección de vida tan sencilla como imperecedera: encontrar el rozziner mañanero.

Volamos en el tiempo a la Europa del siglo XVIII, llevados por Julian Barnes (Leicester, 1946) en su nuevo cuento, Harmony (Armonía). Veremos los trabajos que pasa un médico llamado M– para curar la ceguera de la joven aristócrata Maria Theresia von P– frente al antagonismo de sus celosos padres, en un relato pulcro y diestro que se mantiene fiel al respetable fuelle literario del autor de Flaubert’s Parrot, Arthur & George y Nothing To Be Frightened Of (publicado recientemente por Anagrama como Nada que temer).

Primero haciendo periodismo, luego recogiendo basura y terminando como profesor de Harvard, Brad Watson (Mississippi, 1955) se hizo de un lugar en el mundo literario con un libro de cuentos, Last Days of the Dog-Men (1996). Ahora, Granta publica su cuento Vacuum (Aspiradora y vacío), una estampa de tres pequeños –hijos del divorcio y esclavos del trabajo materno– que matan el tedio de la soledad urbana jugando con carabinas, empuñando navajas y saltando del tejado. Watson se plantea con solvencia el ejercicio de desvelarnos aquellas pequeñas mentes y corazones, en una acertada clave de thriller psicológico. Seguimos el punto de vista infantil sobre el trabajo en Secrets Of The Trade (Los secretos del negocio) que tiene a Yiyun Li (Pekín, 1972) contándonos la historia del trabajo de su padre, científico nuclear empleado del gobierno comunista que lleva a la familia a vivir en un claustrofóbico suburbio lleno de familias de científicos nucleares comunistas donde, paradójicamente, recién comprende la existencia de otro mundo más allá de las fronteras políticas; Essex Clay (Arcilla de Essex) de Peter Stothard (Essex, 1951) deja ver la deprimente falta de identidad propia en la aburrida urbanización Marconi, comunidad de técnicos de radar plagada de álgebra y papel milimetrado casi desprovista de libros de texto, burlándose de su enfermiza monotonía pero resaltando cariñosamente las originales maneras que tenían para reivindicar sus individualidades entre tan forzosa igualdad.

Martin Kimani (Nairobi, 1965) examina estremecedoramente y a profundidad el genocidio de Ruanda en The Work Of War, o el trabajo de la guerra: para la etnia Hutu, el exterminio de sus compatriotas Tutsis era un trabajo que les reunía, a través de la muerte, en la inexistente sensación de pertenencia ruandesa, y Kimani explica indirectamente el macabro significado local de las expresiones ‘ir a trabajar’ y ‘herramientas de trabajo’.

Sigmund Freud deque el amor y el trabajo son las piedras angulares de la condición humana. Al trabajo, sin embargo, se han dedicado mucho menos páginas en los libros que a la innegable aspiración amorosa del hombre. Y en un país que mientras más regatea la crisis económica más se plaga de mileuristas, esta edición de Granta llega como pedrada a ojo tuerto para refrescar nuestra visión laboral y seguir trabajando duro, sí, pero sin dejar que el curro se nos domicilie miserablemente en la existencia. Demos gracias a las reivindicaciones sociales por tener un trabajo, si lo tenemos, y si no, mejor será que sigamos buscando hasta conseguir uno que nos dé, a ser posible, la ansiada luz al final del túnel. Porque podríamos quedarnos perdidos en el vergel de noches, coplas y guitarras, pero compartirlo con el trabajo podría alejarnos –luego de los sesenta y cinco años– de la oscuridad.