
esta mujer y te tomó por sorpresa; otro día se fue, y de la misma manera.
Las oficinas de hoy dejan las puertas abiertas a todo; de par en par, como piernas de mujer. Y eso está bien, sobre todo si las puertas son el mismo contacto de trabajo por el que te pagan un sueldo mensual. Un inconveniente mínimo, casi nada, es meterse dentro de una llamada telefónica de trabajo, inevitable y seca, para convertirla en el inicio de un sueño común porque sí, ese sueño resulta siendo de ella también. De eso al correo electrónico laboral y prudente, pero igual calenturiento y constante, hay poca distancia, y lo poco se hace nada cuando empiezas a hablar por teléfono a diario dejando salir tus ilusiones, no una por una sino en estampida, sabiendo que ella se traga completa la flema con que proclamas tu erudición y solvencia con el sexo opuesto, pero agregándole el cariño bobalicón del que adora con todas sus fuerzas a quien no conoce de nada. Y así se empieza a amar, mejor dicho a creer que se ama, a una serie de caracteres negros sobre una interminable e inexistente hoja blanca que se ve a diario en una pantalla de cristal líquido que hace creer que todo lo virtual es cierto, garabatos por los que uno pierde la razón si no los ves a la hora en que sueles esperarlos. Demoras de diez minutos o de dos horas crean agujeros en el alma por igual: son forados invisibles que llenas con un trabajo de la oficina que quizá implica inversiones millonarias para la corporación pero que a ti no te importa una mierda, porque sentarte en el despacho –donde tus penas de amor no deberían entrar nunca- ahora te causa la misma desazón que tumbarte en la cama y ya no puedes evitarlo, mejor dicho no quieres, y disfrutas enfermizamente de ello con el placer morboso del cerdo que se revuelve en su porqueriza. Y escribes, no sabes cómo ni cuándo pero eres un gran bardo lírico, el mismísimo Lord Byron maldita sea, y crees que puedes cantar toda tu pasión y tus penas a punta de alaridos, alucinando que ella se derrite de amor a cada palabra tuya, pero cuando los dedos se deslizan sobre el teclado sin control de tan excitados que están, cuando te crees un poeta más grande y de pluma más potente que Byron, sólo te salen las sandeces del mequetrefe corriente que eres de verdad; le preguntas cómo estás, y le dices que te vendría mejor que te llame a las ocho, cariño, aunque no sea así. En el lodazal de ese juego sin final te quedas indefinidamente, porque te gusta y no te atreves a negarlo, pero tienes que demostrar que eres un hombre y que tomas decisiones, y saltas de alegría porque compras un billete de avión para ir y ver si todas las películas que te has montado en la cabeza tienen, mejor dicho podrían tener alguna vez, algún asidero real.
Habías terminado por ir hacia ella; claro, ya te habías aburrido de ensayar ante tu almohada todas las opciones de tu discurso para que comprendiese la hermosura de lo que pensabas y sentías. De tanto ensayo al espejo habías aprendido de memoria tu discurso, con chistes pseudo-casuales incluidos, porque no habías conseguido nadie a quién contarle tu imbécil aflicción sin que hubiese cagado de risa en tu cara; las burlas ya no te importaban en realidad, no más que lo poco que ese inexistente interlocutor contribuiría a incrementar tu mísera posibilidad con aquella mujer que había salido de tus sueños más pueriles y vergonzantes para convertirse en tu almohada, porque ante ella ya te habías hecho el matón con ella y ella (la almohada) ya había cedido a todos tus requerimientos de amante práctico no profesional, porque no te jodía aceptar que estabas fuera del mundo real de los amantes estratégicos, deportivos, jugadores de aquel deporte en el que nunca habías destacado. Pero el infierno que aparecía cada vez que cerrabas los ojos era insoportable, y esperaste a dormir cansado cada noche para que la necesidad fisiológica del sueño te devolviese los abrazos, caricias y palabras dulces que la almohada, y sólo ella, maldita sea, había aprendido a decirte al oído.
¿Querías decirle todo en persona? Pues la tuviste delante, y empezaste a acribillarla con las armas de seducción masiva que –según tu sacrosanta madre- dispararían todo lo que una mujer quiere. Te desdoblaste en atenciones y halagos; le diste los pocos mimos que te permitió, tan sacrosanta ella también, y terminaste por abrirle tu corazón y ponérselo en las manos para que hiciera lo que quisiese, y te sentiste feliz; tanto, que no pudiste ver cuando su tenue sonrisa empezó a desdibujarse claramente de su rostro, para volverse una cadena irrefrenable de bostezos
- Me gusta el sadomaso
- ¡!
que tú debías acallar de la mejor manera posible, y te diste cuenta que cada vez que ella abría la boca para bostezar tú pensabas en algo con qué llenársela y ese algo no era comida, que tanto sentimiento higiénico y celestial para con ella no lo era tanto, y que la mano suave y trémula con la que te tocaba estaba esperando que la tuya fuese lo suficientemente sólida para sostener su inseguridad. Y ahí fuiste, hacia eso que le va, y viste cómo sus fantasías en directo la convertían en otra mujer, la misma con quien le hubieras puesto los cuernos si tu pareja fuese aquella santa de todas tus idealizaciones anteriores, que en cada e-mail repleto de sus febriles florituras –el decoro de niña que tanto te gustaba– te erigía en el príncipe azul de sus sueños. Fuiste y volviste, ella fue y volvió contigo. Separarse es lo mejor para poder volver a unirse otra vez. Cuero y cadenas, te gustó y no te gustó, la amaste y la odiaste, como siempre, como nunca.
Al final, tu condición de costumbre: solo y sin mascotas, curtido por la experiencia de otro viaje anhelado con retorno indeseable. De vuelta a tu tarea habitual: conocer el principio y tropezar con el fin de la vida. Mejor no tener la felicidad para no sentir la necesidad de buscarla. Morir, lo fácil y cobarde. Quererte, tenerte, mantenerte a ti mismo, lo difícil y heroico. Ver pasar por tus narices las hojas de los calendarios y sus días, meses y años a mayor velocidad cada vez. El pasado en el espejo retrovisor, el futuro en cada curva de la carretera, el presente bajo las ruedas del coche de tu vida. Una mano en el volante y otra en la palanca de velocidades, mirada hacia adelante, pies sobre acelerador y freno. La muerte y la vida, dos opciones en un solo bolsillo.
En estos lances, uno tiene que morir para que otro viva.